Relatos de la Cumbiamba - Oscar López Doria

24.05.2013 16:15

Trenzando, Vol. 1, No. 1 / 2008 / 66 – 73 CUENTO

Relatos de la cumbiamba

Oscar López Doria

A Victoriana Pacheco, hija del gaitero, nieta de Victoria Luna, nieta sobrina de Amelia Luna, y tal vez un amor platónico de Feliciano Carrillo, el Tamborero.

 

EL TAMBORERO

Cuando Cereté aún era casa de peces y llegaban lanchas cargadas con productos de la tierra y el agua, y la luna y los cocuyos eran otro sol, todavía a principio de siglo XX, los comerciantes, pescadores, campesinos y pobladores, al caer la tarde, se reunían en cada puerto para olvidarse de los enredos del día, alrededor de una fogata. Venían tamboreros de todos los pueblos vecinos y de la Sabana. De apellido Carrillo, era uno venido del Palenque de San Basilio, negro fornido, de cejas encontradas y ojos penetrantes; vestía solamente pantalones y abarcas, se hacía acompañar de tres mujeres; cuentan los abuelos que eran sus concubinas ganadas en otros pueblos.

Este Carrillo tocaba la hembra con tal magia y verseaba con tanta facilidad que apostaba sus mujeres a los padres de la muchacha que le gustara esa noche, creando así una referencia misteriosa de su poder para tocar el tambor. Inicialmente los sinuanos sufrían por el rosario de mozas que acompañaban a Carrillo, después muchas jóvenes fueron enviadas a otros pueblos cuando se sabía de la llegada del tamborero.

LAS CUMBIAMBERAS

Las cumbiamberas completaban el cuadro ancestral de nuestro rito de gaitas y tambores, cuando los abuelos, en las fiestas de pascua, se reunían debajo de las guamas, techo de los puertos, y de espaldas al río; aparecían ellas, venían de todos los rincones de la noche sinuana, venían solas, con sus amantes, con sus maridos, con sus novios y con sus padres, las que aún guardaban el pudor natural del indígena. Las cumbiambas a orillas del Bugre eran asunto de historias maravillosas contadas por los pescadores, de piqueria de tamboreros y verseadores, donde se jugaba el amor, la gracia, el pudor, la honra y hasta la vida. En ellas las cumbiamberas controlaban el movimiento de los hombres con sus largos cabellos sueltos, redundados de belleza con icacos, ataviadas de faldas llenas de flores inundaban la atmósfera con olores de baños de hierbas. Las cumbiamberas eran una invitación a embriagarse con el sudor del tambor; con el lamento de la gaita, y con el movimiento de sus caderas olorosas a bonche y espiga. Victoriana Luna era una de ellas, bailaba sin parar durante toda la noche, y en una ocasión lo hizo sobre las brasas de una fogata sin hacerse daño; parecía ser fuego ella misma. La última vez que se le vio en Cereté fue cuando se encontró con Carrillo, el Tamborero. Carrillo apareció esa noche por los lados donde muere el sol con su tambor al hombro. En esta ocasión seis mujeres lo acompañaban. Cuando vio a Victoriana danzar sobre llamas, bajó su tambor y lo hizo sonar tanto que, serpientes, conejos y saltarroyos desaparecieron de estas riberas. Al terminar el silencio se apoderó del mundo. Carrillo y Victoriana se miraron, él la tomó con una sola mano, la bajó de las llamas y lanzó su primer verso:

      ¿Cuál es esa bailadora que se parece a la luna?      

  Si yo la fuera enamorando esa fuera mi fortuna.

Todos los presentes se miraron asombrados, esperando tal vez que algún gaitero o tamborero respondiera. Pasaron segundos que sumaban una perla al collar de Carrillo. Fue la misma bailadora, con una voz venida de la ciénaga, la que respondió:

       “Yo soy la Victoriana  la del corazón morao,

echo humo por la boca y candela por los costaos”.

Me contó el abuelo que Carrillo, al oír aquella contesta, cargó nuevamente su tambor y nadó por el río hasta Lorica, donde mató todos los caimanes por la decepción de haber perdido a la mujer que se parecía a la luna. Victoriana tampoco volvió a Ceretè, viajó a las Sabanas y se llevó la cumbia a los Montes de María.

EL GAITERO

Si el río hablara nos contaría la verdadera historia de José Blas, el del pito embruja'o. Yo sólo sé lo que me contó mi abuelo. Dicen que era de Arache, que conocía la ciénaga y todos los caños del Sinú, los recorría a media noche tocando su gaita. El embrujo era tal que bocachicos, charúas, mojarras y sábalos saltaban a su canoa y morían a sus pies. Sólo sus gaitas eran los instrumentos para la pesca. Tenía siete pitos cabeza e' cera y los utilizaba según la clase de pez que quería, los que luego vendía en Cereté sin bajarse de su canoa. Antes del encuentro con Carrillo, el Tamborero, nadie lo vio caminar. Cuentan que en lugar de piernas tenía una cola de sábalo que le dejó un pacto con el Espíritu del Sinú.

Fue una noche mientras pescaba que se le apareció el demonio y le entregó las siete gaitas que le darían toda clase de peces, si las tocaba bajo la luna de Cereté; por eso a esta luna le dicen “La Luna Gaitera”. José Blas tendría cola de sábalo en vez de piernas hasta que encontrara un hembrero capaz de devolver con el sonido de su tambor los peces al río.

Una noche cuando tocaba su gaita a la luna de Cereté, cerca de la curva de la bonga, los peces saltaron de su canoa al rió y el sonido de un tambor se sintió en su pecho, no era su corazón, era el tambor de Carrillo que sonaba en la cumbiamba. Como pudo se arrastró hacía la fogata. Cuando cumbiamberas, verseadores y tamboreros lo vieron se detuvo la piqueria. Por un segundo solo se escuchó el crepitar del fuego y el tambor de Carrillo. José Blas se quitó la camisa y sacó de entre sus costillas la séptima gaita: era un pito machijembriao de seis huecos, que posó en su boca y sonó acompañando a Carrillo. Entonces el tiempo se adelantó y los días y las noches fueron uno solo, la cumbiamba se hizo eterna. Parecía que no acabaría, hasta cuando se sintió un olor intenso a bonche y heliotropos, había llegado Amelia Luna, la Cumbiambera más bella que haya pisado estas tierras. Una cumbia, mezcla de gaita y tambor, se escuchaba, pero que se fue transformando. Era la sensación producida por el baile de Amelia en los músicos.

José Blas fue bajoniando y las manos de Carrillo parecían no obedecerle. El cerraba los ojos y era el mismo Espíritu del Sinú el que hacía sonar el tambor, la cumbia se volvió porro. Cuando Carrillo abrió los ojos, José Blas, el gaitero, se perdía en el horizonte con la bailadora, entonces sintió que algo se revolvía dentro de él y sus manos sonaron la hembra con tal fuerza que las caderas de las mujeres querían partirse y los hombres convulsionaban en gestos y ademanes. A ese ritmo le llamaron puya, porque eso era lo que sentían por dentro. Dicen que Amelia y José Blas se juntaron. De Carrillo quedó el juramento que volvería por una cumbiambera como esa.

VERSOS, GAITA Y TAMBO'

El sonido del tambor arrancó del puerto, se dividió y corrió por las dos calles: Rabissa y las Flórez. Tocando a cada puerta, entrando por las ventanas de bolillos, inundando los patios donde las gallinas presurosas trepaban a los mangos.

                  Pum pum pam,ya llegó ya está aquí                      

Pam pam pum pa. Llegó Carrillo a tocá

 Pim pim pim pa. Vengan todos a bailá

Eran las seis de la tarde y un hormiguero humano seguía guiado por el tambor camino al puerto. Rabissa, era una calle larga que comenzaba en el río, atravesaba el centro del pueblo y terminaba trescientos metros después de la iglesia, al fondo se unía con las Flórez por la otra calle transversal, la calle de las Vacas. Por allí durante todo el día viajaba el ganado rumbo al puerto donde se embarcaba hasta Cispatá. Las Flórez era una red de callejones que desembocaban a la calle principal paralela a Rabissa, estaba limitada al fondo por el Cañito de los Sábalos, donde llegaban pescadores de todo el país en busca de un pez maravilloso con escamas de níquel y ojos de diamantes, que concedía deseos y curaba enfermedades.

En pocos minutos el puerto, así como en la mañana, era un hervidero humano, pero la intención ahora era la historia del día transformada en verso, los retos en golpes de tambor y los amores en sentimiento de gaita. Enseguida había que definir quién encendería la fogata; lo cual era un honor y cada día era disputado con el lenguaje. Carrillo que había hecho la convocatoria dio un paso adelante:

                                                              Yo soy Feliciano Carrillo.

                                          Hermano de la primavera. Me atrevo a encendé una vela              

                                                                en la punta de un cuchillo

Carrillo encendió la fogata. Entonces aparecieron cabellos largos untados de manteca negrita, adornados con bonches y heliotropos, vestidos con faldas de flores que invadían los sentidos con olores exóticos, eran las Cumbiamberas. Gaiteros, tamboreros y maraqueros se unieron al unísono para declarar iniciada la rueda de gaita. Desde ese momento el destino de las mujeres era incierto. Cada una llegaba por su cuenta y riesgo, sabedoras de la magia en su baile confiaban en la disputa con el verso de sus maridos, en sus golpes de tambor o en el sentimiento de la gaita. Algunas sacaban trucos de su repertorio e improvisaban en el baile. María de los Hierros, una de ellas, bailaba con una rodaja de pan y una totuma de chicha sobre su cabeza. Esa noche tenía encima los ojos de Carrillo el Tamborero y de José Blas Pacheco, el del pito embrujao. Feliciano Carrillo al verla se quitó las abarcas y con ellas sonó su tambor; el reto estaba marcado. Todos boquiabiertos, entre asombrados y temerosos escucharon el verso.

                          Desde aquí te estoy mirando,

                              Como la rama a la flor,

                              Si te tiro y no te mato,

                              Para mí será un dolor

Todas las cabezas giraron hacia José Blas, éste se quitó la gaita de su labio partido y verseó.

                          Me la llevo, me la llevo,

                             Si me la dejan llevá,

                        Todas las mujeres bonitas,

                                Son pa' José Bla'.

Todos lanzaron un guapirreo que se escuchó del otro lado de la ciénaga. Carrillo levantó los brazos, arrancó bellos de sus axilas y luego sonó su tambor. El gaitero tenía que seguirlo en todos los ritmos que propusiera. La Cumbiamba continuaría hasta cuando alguno abandonara, el otro se llevaría a la cumbiambera. Las horas corrieron, el sol apareció varias veces entre los maizales y se ocultó por el Cañito de Los Sábalos. Tamborero, gaitero y bailadora seguían en su carrera contra el destino. José Blas no consumía nada, su gaita estaba adherida al canal de su labio leporino. Las mujeres de Carrillo secaban su sudor y le daban ron en la boca que era lo único que aceptaba. La noticia de la piqueria en la Cumbiamba recorrió ríos, caños y ciénagas hasta la Depresión Momposina, de donde llegaron músicos y comerciantes que improvisaban ferias para ofertar ungüentos y vender el último almanaque Bristol.

Treinta y ocho horas después José Blas se derrumbó cianótico y sangrando por sus oídos. Carrillo no se percató, tenía los ojos cerrados, tocaba en trance su tambor. El sonido duro, sólido, inmaleable, se disolvió en el aire, luego en el agua y por último en el músculo y al hablar los dientes imitaban el sonido del tambor. Ochenta horas después con los brazos acalambrados, con una espuma espesa y verde saliendo por su boca, Carrillo se desmayó rodeado de ocho mujeres. Parecía morirse y balbuceó algo que fue repetido por sus compañeras y amplificado por el río:

                          Si Carrillo se muriera,

                       Que lo entierren en la paja

                         Que la plata de Carrillo,

                           Solo sirve pa' baraja.

EL PITO METÁLICO

Habían pasado casi diez años desde la última vez que se vio a Feliciano Carrillo en Cereté, su juramento que volvería en busca de una nueva cumbiambera como Victoriana Luna, aún estaba por cumplirse. En esa época se abrió una carretera que comunicaba a Cereté con Montería, por donde intentó llegar el primer carro, el cual quedó enterrado en el lodo a la altura de Mocarí, sólo la fuerza de las inundaciones lo impulsaron en su viaje, esta vez hasta Cispatá donde el Sinú llevaba sus lamentos. Su paso por Cereté fue todo un acontecimiento y el pueblo entero se volcó a ver el Cadillac rojo decir adiós en una travesía que no se había planeado para su destino. Eran los tiempos en que Cereté, además de las inundaciones, soportaba una invasión de comerciantes que al parecer llegaron a quedarse, porque su partida se postergaba cada semana y ofrecían promociones permanentes. Eran libaneses, sirios, árabes e italianos, pero a todos se les llamaba turcos: Sakr, Umar, Chagüi y Milanes eran los apellidos de los que instalaron carpas y tiendas en el callejón paralelo al río, donde vendían candados, agujas, sedas, espejos, peines y sombrillas multicolores que protegían del sol y la lluvia mejor que los sombreros de caña flecha de Tuchín.

Después del adiós del Cadillac, gaiteros, tamboreros, bailadoras y verseadores comenzaron la cumbiamba, porque sin duda esa era una señal de la llegada del progreso en manos del gobierno Liberal. Las cumbiambas se prolongaron por 15 días. Al quinto, los cumbiamberos entraron en una especie de trance monótono, donde los versos se repetían y las bailadoras despeinadas y con los pies enlodados bailaban con la energía sobrante en pos de no perder la competencia. Al sexto día José Blas Pacheco, el del pito embrujao, tocaba 'el sapo viejo', el cansancio se notaba en sus ojos pero aún un gaitero de Ciénaga de Oro de nombre Valentín le daba la pelea.

El reloj de la iglesia dio las doce y la piquería parecía no acabar, José Blas decidió finalizar la contienda y mostró su séptima gaita que estaba hechizada. Cuando José Blas comenzó a bajonear el cielo se oscureció, los toldos de los turcos abatidos por el viento pasaron por encima de los cumbiamberos y una gran nube de humo invadió la calle Rabissa. La figura de un hombre de raza negra emergió del mismo centro de la nube, tenía un estuche de cuero en su mano izquierda y un gran habano en la derecha, entonces los presentes entendieron el origen de la nube. El negro era un antillano que había llegado la mañana del Cadillac y se había dedicado a caminar el pueblo, sin instalarse en ninguna parte, preguntando por Carrillo, el tamborero. Los cumbiamberos se inquietaron con la presencia del forastero, sin embargo la competencia continuó. El bajoneo de José Blas imprimía una nueva energía y los guapirreos se volvieron a escuchar intercalados completando el cuadro melódico. Nuevamente la multitud sinuana llegaba al éxtasis cuando de

pronto se escucharon mil gaitas al unísono. El sonido no venía del pito de José Blas, ni del de Valentín. Entonces todos giraron hacia el negro que había convertido su habano en un gran pito de metal, aseguraron que su sonido se había escuchado ese día hasta en Arache, Chinú y Murrucucú. La multitud rodeó el instrumento mágico. Hasta los turcos se sintieron atraídos por su sonido, que al poco tiempo aceptarían en la iglesia, donde la gaita se miraba como instrumento profano.

José Blas con un paisaje de sorgo en sus ojos, se disolvió en la oscuridad del puerto, gotas de sangre que caían de su labio partido marcaron su camino al rió, subió en su canoa que había amarrado seis días antes y arrojó su pito cabeza de cera al Bugre. Todavía las aguas se mueven extrañamente originando un vacío que se traga a los que se bañan. Sus gritos de auxilio son ahogados por el sonido de una gaita triste tocada por el Espíritu del Sinú que reclama las cumbiambas.

AMOR Y MÚSICA

Que el habanero le ganara a Carrillo, el Tamborero, con ayuda de la tecnología, habría significado no solo la desaparición de las gaitas, sino también que se quedara con cinco mujeres que en ese momento el Tamborero tenía como propiedad. A diferencia de Carrillo, el Habanero no cargaba con sus mujeres, a todas las ubicó en su lugar de origen. Con cada una de ellas había tenido hijos, los cuales crecieron al lado de sus madres en San Pelayo, Manguelito y Ciénaga de Oro; excepto uno cuya madre murió pisoteada por la multitud en la última cumbiamba de la que se tiene memoria en Cereté.

El negro tomó a su hijo de solo dos meses, lo acomodó en un estuche de bombardino y lo dejó a merced de la corriente del rió con una nota para quien lo encontrara. Aguas abajo la encomienda fue hallada por un viejo pescador del Zapal, quien necesitó cuatrocientos setenta días para encontrar a alguien que le pudiera leer la nota dejada por el Habanero. Al niño, el viejo lo llamaba Rembe y lo llevó a la dirección que indicaba la hoja escrita en fina caligrafía. Era el almacén de un turco, quien, al leer el mensaje, sin mediar palabra, le entregó otro estuche. Por un momento el viejo pensó que era otro hijo que el destino le había enviado. Sin embargo no lo abrió hasta llegar a su casa, un rancho construido sobre un alubión en las orillas del Bugre. Al destapar el estuche un brillo de oro lo encegueció por varios segundos. Era una trompeta, tal vez la primera que había llegado a Cereté.

Alzando el instrumento y en actitud premonitoria, el viejo le dijo a su hijo: “Moisés fue salvado de las aguas, tu Rembe fuiste salvado por la música”. Rembe se convirtió en un hombre tranquilo a pesar de ser robusto y de apariencia violenta por sus fuertes músculos y serio mirar. Llegaba todos los días al puerto como a eso de las ocho y media de la mañana y vendía el producto de la pesca a precio muy bajo, lo que traía discusiones con los demás pescadores. “Después que tenga para el ron y la comida, estoy contento, la plata no entra al cielo”, respondía a sus reclamos. Fue el mejor trompeta en todo el Sinú, inventó porros y fandangos de los cuales nunca reconoció autoría, así que la música lo único que le dejó fue una abultada bemba y un gran amor por el trago.

Cuando decidió dejar la música subió a su canoa y ésta se convirtió en su vivienda hasta cuando desapareció, dicen que borracho, se dejó llevar por el río hasta Tinajones donde el mar se lo tragó,parece ser en busca de su verdadero padre. Rembe vivió en otro rancho, al lado del viejo, su compañera era una india de cabellos largos que le arrastraban, cosa que mantenía el suelo del rancho barrido y los cabellos con un olor a barro, a lombrices podridas, que excitaban al negro y le hacía hervir la sangre cada vez que se le acercaba. Rembe era un tipo práctico, le tenía prohibido usar ropa interior, así que cuando llegaban se iban a la hamaca y hacían el amor hasta el cansancio. Ese fue un amor engendrado bajo las velas de un fandango, después que cayeron las últimas lluvias y empezaron las fiestas de la Candelaria. El negro la descubrió en la rueda del fandango, eran las doce de la noche de un dos de febrero. Un manojo de velas brillaba en su rostro, un collar de perlas saltaba en su boca mientras sonreía, las olas de la falda dominaban un círculo de dos metros de diámetro al cual se arriesgaba a entrar un hombre menudito que se movía como marioneta, sus senos asomaban con violencia de su blusa y repetían del sonido del bombo; bum, bum. bum. El negro Rembe, sentado sobre la hierba de la corraleja, vació dos botellas de ron sin dejar de mirar la sonrisa blanca de la india, luego se levantó y, dando empujones a diestra y siniestra, cargó a la mujer y desapareció en la oscuridad de la plaza de Santa Clara. Esa noche la llevó al rancho y sin decir palabra la amó en la hamaca. Ella se quedó hasta cuando apareció la desgracia.

Desde que la trajo hasta que se marchó no se hablaron, las palabras nunca hicieron falta, era una relación fundada en la proximidad y el calor de los cuerpos, en la profundidad de las miradas y en la violencia del beso. Fue una relación sin historias, sin nombre, sin familiares, sin tiempo, sólo la hamaca como péndulo de amor y testigo de los cuerpos. El idilio comenzó a resquebrajarse cuando los compañeros de la banda colocaron nombres a sus porros; como el negro cachón y el cacho caío. Esos nombres a composiciones que él había decidido no nombrar y las risas y los silencios con su llegada clavaron dardos a su eterna tranquilidad. La noche que llegó de Lorica y no la vio esperando como siempre bajo los tulipanes de enfrente, no la amó, la hizo orinar en una totuma y salió para donde María de los Hierros a llevarle los orines de la india. María de los Hierros era una vieja pequeña condenada a andar con los pies forrados con hierbas, por quemaduras que nunca sanaron cuando intentó bailar sobre una fogata en una de las cumbiambas. En contraste con su piel, debajo de sus anchas ropas, se podía imaginar un cuerpo hermoso que se contemplaba con una mirada de perdón permanente. María de Los Hierros miró los orines y le dijo al negro: “cuando cuatro goleros bajen hasta donde tu estés tocando, ve a tu casa y los encontrarás”. Él usa sombrero blanco, agregó. Como forma de pago María le pidió dos cosas: que le hiciera el amor como si fuera la india, y que no los matara, que los dejara conocer el mar, ese sería su castigo.

Pasaron siete semanas y las Fiestas del Campesino en Rabolargo habían comenzado, los goleros bajaron esa noche cuando la banda tocaba un porro viejo. El negro los miró y pensó en el mar por donde escapó su padre dejándolo en el río en un estuche de bombardino. Apretó la trompeta sobre su pecho y luego la lanzó al río y tomando un atajo por el maíz de Juan Berrocal se fue a su casa. Se acercó agachado como quien caza turrugullas, el currao cantó varias veces y una iguana se estrelló contra el agua. Había una oscuridad absoluta, risas y quejidos llegaron hasta él. Se inquietó, la brisa trajo la voz de María de los Hierros: “déjalos conocer el mar”. El negro Rembe sacó el machete de la vaina guindada en el horcón, acarició el filo mojado por sus lágrimas, lo sonó contra el horcón, y con una voz que no reconoció como suya dijo: ¡Vamos a ver quién es el macho, no joda! Entonces una sombra blanca salió disparada y se lanzó al río. El negro Rembe no volvió a tocar, se metió en una canoa y no volvió a salir del río hasta cuando se fue al encuentro con el mar.